San Juan, PR — Acabo de regresar de darme el primer chapuzón en la playa, luego de que el gobierno puertorriqueño comenzara a relajar las restricciones que nos han tenido prácticamente encerrados por las pasadas diez semanas. Caminé hasta la playa más cercana a mi casa, una media hora en la que me crucé con varios caminantes con mascarillas en la cara o el cuello, y la suspicacia en los ojos.
Han sido semanas que pueden recordarse por facetas: primero, la incredulidad por la pandemia; luego, la solidaridad mientras descubríamos y nombrábamos los efectos nefastos del encierro. Más tarde, se fueron agolpando los reclamos incesantes al gobierno, del que un día se comentan las nuevas corruptelas y, al próximo, la más reciente ineptitud. Son fases, las anteriores, que van sumándose a la siguiente, como una clase de matemáticas en la que tienes que dominar la primera destreza antes de pasar de nivel.
Y en este cúmulo de etapas y con los ajustes de la cuarentena, en Puerto Rico –como en otros lugares del mundo–, entramos a una nueva fase que he denominado covid-shaming.
Al final de la semana pasada, la gobernadora de Puerto Rico, Wanda Vázquez, anunció que reabriría la mayoría de los sectores de la economía puertorriqueña a partir del martes 26 de mayo, 72 días después de comenzado el encierro. Pero el toque de queda que está en vigor desde el inicio de la cuarentena permanece intacto: el gobierno nos prohíbe estar en la calle entre las 7:00 de la noche y las 5:00 de la mañana.
Fue, en anticipo a esa apertura, que Vázquez anunció que flexibilizaría la prohibición de siquiera mojarse los pies en el mar. Y en este cúmulo de etapas y con los ajustes de la cuarentena, en Puerto Rico –como en otros lugares del mundo–, entramos a una nueva fase que he denominado covid-shaming.
Las cifras oficiales del gobierno puertorriqueño indican que, al momento en que escribo, han identificado 3,260 casos del Sars-CoV-2 en Puerto Rico y que 129 personas han muerto aquí por la covid-19. Para un país con alrededor de 3,2 millones de residentes, estas cifras parecen relativamente leves en comparación con la mayoría de los estados y ciudades estadounidenses. El problema es que nuestro gobierno no ha sabido recopilar los datos de la epidemia.
Primero, tuvo que admitir que, en sus totales de casos positivos, sumaba todas las pruebas que obtuvieran ese resultado, sin importar que más de una correspondiera al mismo paciente. Es decir, si yo me realizaba una prueba diagnóstica que confirmara que era portadora del virus y, dos semanas después, la repetía para saber si ya podía salir del aislamiento estricto, pero aún daba positivo, el gobierno de Puerto Rico sumaba esos dos resultados a su total de casos en el país.
Aun cuando el Departamento de Salud de Puerto Rico aseguró que depuró los números tras reconocer ese error, ofrece estadísticas que no sirven demasiado para entender la curva de contagio, pues, como han hecho otros estados y el Centro para el Control de Enfermedades de Estados Unidos, suma los resultados positivos de las pruebas diagnósticas y las de anticuerpos, que no miden lo mismo.
Es, con ese cuadro de incertidumbre y ceguera estadística, que los boricuas que habíamos podido guardar distancia refugiados en nuestra casa nos preparamos para salir del encierro. Algunos, de manera voluntaria, y otros, obligados por un trabajo presencial que reanuda esta semana o porque no tienen más remedio que buscarse el sustento en la calle.
Yo, que deseaba un chapuzón en el mar como nunca en mi vida, decidí que me asomaría a la playa, pero sabiendo que, si había una aglomeración, tendría que regresar.
Como parte de los cambios, Vázquez informó que, aunque aún no se permite tirarse en la arena a pasar el día en la playa, las personas podían visitarlas para nadar o ejercitarse, pero nada de neveritas ni reuniones de amigos.
Nada más conocerse esta decisión, las redes sociales boricuas explotaron en una especie de diatriba anticipada. No faltaron los augurios de que, durante todo el fin de semana, nuestras playas estarían abarrotadas de bañistas, que llegarían cargados con calderos de arroz con pollo (un almuerzo delicioso y pesado para sobrevivir un día de playa, al que muchos se refieren de manera prejuiciada para estigmatizar las tradiciones playeras de las familias pobres en Puerto Rico). Anticipaban playas sucias con latas de cerveza y mascarillas tiradas por todas partes.
El que busca, encuentra, decimos en mi tierra, y los agoreros del covid-shaming pronto cazaron las pruebas digitales que buscaban: fotos de playas, quién sabe dónde, atestadas de gente y sin el distanciamiento recomendado; la imagen de una fila kilométrica de carros en un camino playero muy popular en Puerto Rico (y donde no se veía ni a una sola persona).
Yo, que deseaba un chapuzón en el mar como nunca en mi vida, decidí que me asomaría a la playa, pero sabiendo que, si había una aglomeración, tendría que regresar. Con esa posibilidad en el bolsillo, emprendí camino bajo un sol que me quemó como si, por causa del encierro, no hubiera reconocido mi piel caribeña.
Decidí entrar a la playa por la parte menos accesible, anticipando que la gente, como es habitual, se habría arremolinado cerca de la entrada principal. Después de bordear las ruinas de un complejo deportivo que bloquea el litoral, trepé por una colina, que, además de colina, es rompeolas. Es el punto perfecto desde el que divisar el extenso balneario, pues ofrece una vista sin obstáculos hacia la playa, el peñón en medio del mar donde ondea una bandera puertorriqueña y, al final del horizonte, el Castillo de San Felipe del Morro. Y allí, entre El Morro, la bandera y la arena, lo que encontré, a pesar de los augurios de muchedumbres, fueron ocho solitarios bañistas que, con decenas de pies de distancia entre sí, disfrutaban como haría yo de los primeros chapuzones pandémicos.
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